Vivo en Girardota desde hace tres años. No sé que azahares me trajeron de a este pueblo. Igual no importa.
Salà de Fredonia con un sentimiento raro de matar. No soportaba la rebeldÃa en mi cuerpo. La tranquilidad me olÃa vinagre. Tomé la tranquilidad de la mano y me quemó los dedos. La niebla de Fredonia, gracias a Dios, también me nubló el alma. Salà porque me estaba matando la lentitud de un pueblo. Porque en un pueblo el lunes se repite cinco veces a la semana. Cosa que ahora adoro.
Llegué a MedellÃn y la cuidad me tragó de un bocado. Me atracaron dos veces. El amor desesperó al animal que tenÃa dentro, y lo invocó. El animal saltó de mà y devoró algunas mujeres. Antes, mi instinto, estaba tranquilo pastando en el campo. Fui un pueblerino asustado en la ciudad que atacó, gracias al pánico. Conocà la droga, el dolor, la soledad, el hambre, el fastidio, el miedo… la incertidumbre. Pero la cuidad también me dio el anonimato, la invisibilidad, licor, buenos amigos y unas ganas terribles de fornicar sin pretexto.
Sino hubiera conocido a Mauricio, un hijo de Girardota. Si él no me hubiera mostrado que en Girardota, como en MedellÃn, la tradición también se puede quebrar en pedacitos. Que también era posible abrirle las piernas a la cultura, verle sus nalgas de asfalto para que se entregara sin medidas a los trasnochadores. Que se podÃa ir a la ciudad desde un pueblo. Que lo uno y lo otro eran lo mismo, porque una cuidad también son todas las ciudades. Por él me vine a vivir a Girardota.
En un principio, como todos los principios, el asombro es un fastidio camuflado. Me maravillé con la idea de volver a un pueblo. Sobre todo, cuando la cuidad me habÃa dejado más flaco de lo que era, más solo, más enfermo, más demonio.
Girardota, tenÃa esa atmosfera de pueblo. Las calles estaban metidas en un hechizo, en un lento disfrute como de bochorno, que aún no alcanzo comprender. Calles que me hacÃan transitarlas, como si fueran grandes corredores de una casa gigante.
Me calmé. Decidà quedarme en Girardota por un buen rato. No sé cuanto dure, pero me agrada este pueblo. Pero las personas y los espacios cambian y Girardota cambió, le llegó el progreso y el acné.
Mierda, esa cara limpia, la de Girardota cuando llegué, de campesina juguetona, que se enrojecÃa si la miraban muy seguido. Ese rostro de niña que jugaba con gallinas y le tiraba maÃz a las palomas, ha empezado a deteriorarse.
El monstruo del progreso, que quiere que los pueblos sean más ciudad que pueblo. Para que la gente, como en las ciudades, deje de saludarse, de mirarse a los ojos, de reconocerse, de decirse buenas noches. Porque solo en los pueblos se dice buenas noches sentido desde las tripas. Ese progreso quiere que Girardota sea invisible y le de el germen del desconocimiento. Quiere que se extingan los ancianos con sus bastones, es su esfuerzo desenfrenado de desandar los pasos, con la esperanza de meterse en un recuerdo de antaño, y no verle todas las mañanas la cara a la muerte. Muerte que los saluda dos veces al dÃa.
El progreso quiere meterle la necesidad a los girardotanos de que hay que acabar con los balcones, con la arquitectura colonial, con las casas de bareque. Porque una mecedora, sola, en un balcón, es antiestético. Porque saludar es de gente incivilizada, porque enamorarse de esas muchachas que guardan los papeles de chocolatinas en su mesa de noche es amor de escuela, porque respirar el aire a las seis de la mañana es cosa de bobos, porque decirle a una sicóloga que te gusta es cosa de adolescente, porque mirar para el cielo es una perdida monetaria…
El progreso ha llegado a Girardota, la doble calzada, la remodelación del parque, el derrumbamiento de las casas antiguas, las fábricas, el parque empresarial… y cambiaron las apariencia del pueblo. Se llenó de obra negra, de edificios, de prisa.
Girardota empezó a menstruar. Lo dice el afán que merodea, desde hace poco, por las calles. Seremos violados por esta nueva Girardota. Nos llenaremos de acné y olvido