“Todo es vanidad. Vanidad de vanidades, todo es vanidad.” Eclesiastés. 



“¡Dígale adiós a las arrugas, las estrías, las cicatrices, el acné y la celulitis. Conozca el revolucionario producto de baba de caracol. El único NATURAL e HIPOALERGENICO que le garantiza efectos milagrosos.” 

 Eso y muchas otras cosas se les escucha a los vendedores ambulantes que ofrecen la baba de caracol sin saber que están vendiendo. Lo único que tienen claro es que necesitan dinero y las ventas informales son su opción de empleo. 

 Por otro lado la promulgación masiva de la baba de caracol en los medios de comunicación ha disparado las ventas y generado un mercado sin garantías. Se ofrece la baba de caracol sin el rigor requerido porque el oferente no diferencia la baba de la secreción. La baba es el fluido que utiliza el caracol para desplazarse y la secreción es la sustancia que produce como mecanismo de defensa frente a amenazas medioambientales. La secreción es la que puede ayudar a la piel. 

La manía de querer ser otros más jóvenes, otros más humectantes, otros más aceptados por los otros… nos ha llevado a usar un montón de ungüentos sin los cuidados necesarios. Nos movemos en masa. Lo que otros utilizan, porque lo utilizan, es garantía de que es bueno para nosotros. Somos el reflejo de un vacío sin referente. Por eso la manía de querer agradarles a todos más que a nosotros mismos. Por estar más en los otros y escucharlos más que a nosotros mismos hemos generado un desequilibrio ambiental sin precedente. Hemos hecho de nuestra casa, la madre tierra, el vertedero de nuestras basuras tanto materiales como espirituales. Cito solo un ejemplo de los miles que hay: el boom de la ola de la baba de caracol. Por el hecho de querer quitarnos las arrugas le dimos entrada a los criaderos clandestinos y a los contrabandistas de caracoles. Esto ocasionó que una especie de caracol llegara a Latinoamérica y se reprodujera con la misma facilidad que las ratas o las cucarachas. 

 Este monstruo se llama El caracol africano (Achatina fulica). Es una especie de caracol terrestre. Su concha puede medir de 25 hasta 30 cm de longitud y 8 de alto. Este molusco terrestre, el más grande y nativo de África, puede comer prácticamente de todo, hasta excrementos y huesos de cadáveres. Incluso, en cautiverio puede consumir comida de perros y gatos 

El caracol de jardín (Helix aspersa) es una especie de caracol terrestre. Su concha puede medir de 30 a 40 mm; tiene 4 o 5 vueltas de espiral, una abertura larga y oblicua. Es nativo de Europa y se alimenta de cualquier especie de planta de cultivo y ornamental. 

 Estos caracoles pueden hospedar nematodos (parásitos que se alojan en tejidos fibromusculares y secreciones de baba del animal). Esto traduce que puede crear afecciones como meningoencefalitis eosinofílica y angiostrongiliosis abdominal en humanos. Además, poseen la bacteria gramnegativa, Aeromonas hydrophila, que causa diversos tipos de síntomas, principalmente en las personas con sistemas inmunológicos delicados. 

Ambas especies son hermafroditas por lo que crecen y se reproducen a gran velocidad. Actualmente están en toda Sudamérica y en casi todas las zonas tropicales del mundo. Este animal es considerado como una de las 100 especies exóticas invasoras más dañinas del mundo según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza. Son, el reflejo de nuestra vanidad. 

 “¡Dígale adiós a los cultivos, los cielos, la vida sana y la posibilidad de una vida tranquila. Conozca el revolucionario producto de baba de vanidad. El único producto EGOÍSTA y HUMANO que le garantiza el infierno inmediato.”

Vivo en la cima de la montaña donde el aire trae y lleva mensajes cifrados. Hace días llegó un papelito con una flor dibujada. Hoy coloree la flor e hice un avión con el papel. Esperé la corriente de aire y lo eché a volar.
A veces estar bajo el cielo no es suficiente para que llueva. Pues el cielo está herido porque el amor está herido. El amor está en cuidados intensivos porque nos acostumbramos a talar los árboles que crecen en los corazones de las mujeres. Eso esteriliza el amor, contamina las aguas de los ojos, aleja las aves del asombro. Por ello contemplamos los besos en postales y posdatas. Para que este mal no haga un desierto en nosotros es necesario cerrar los ojos y pensar en los labios de alguien que nos atraiga. Dicen que los suspiros derramados humedecen un poco el aire. Luego el agua sucede por arte de imaginación y un poco de erotismo.

Desde pequeño me he sentido atraído por la luz. Recuerdo que me quedaba frente a una vela. En ese momento la llama era todo mi mundo. Desde entonces he buscado conectarme con la voz interna, esa voz que Cristo comparó con la luz de una vela al referirse a la luz del corazón. 

 En la adolescencia padecí las burlas y las ofensas de los compañeros del colegio. Esa época prefiero pasarla de largo. Luego, en los años de la universidad pasé un periodo de oscuridad exquisita. Licor, mujeres, bares… hasta entrar en una depresión que me llevó a realizar un viaje hacia el sur del continente. En ese recorrido casi muero de hambre y tristeza a las afueras de la provincia de Buenos Aires. En ese desmayo sentí que en mí algo había cambiado. Entendí que cuando la debilidad es superior a nuestras fuerzas es cuando se empieza a fortalecerse. 

En Buenos Aires, por Belgrano, me interné en un templo Krishna y durante dos semanas estuve en un cuarto, sin electricidad, meditando sobre mis acciones. No encontré más que tristeza. El monje del templo, un hombre robusto, de sandalias, me dijo que mi trabajo era lavar las ollas de la cocina. En esencia debía quitarle el tizne. Él afirmaba que así empezaba a quitarle la tristeza al corazón. 

 De regreso a casa solo quería sanar. Así que trabajé un tiempo con niños en las comuna 13. Con el dinero ahorrado pagué una terapia con indígenas en la zona selvática del Putumayo. Viaje y me instalé en la maloca del abuelo indígena. Allí tomé yagé durante quince días. El yagé, conocido también como el vejuco de la muerte, es un brebaje amargo que te pone en otra frecuencia y te comunica, sin atajos, contigo mismo. Después del mareo, la diarrea, el vómito, el llanto, tuve una visión: Un hombre sin rostro, con una ruana blanca, estaba sentado sobre el fuego. Busqué al taita y me dijo que ese era mi padre y el rostro borroso significaba que no lo reconocía como padre. Mi trabajo, dijo el abuelo, era perdonarlo porque todo aquel que lleva el perdón, así no sea bien recibido, va con la frescura del agua. 

Busqué a mi padre después de doce años. Estaba en la misma montaña en la que nací. Hicimos un fuego y le dije que lo culpaba por mi tristeza, por mi fracaso con las mujeres, por mi fascinación por el suicidio… él reconoció su cobardía al no buscar a sus hijos. 

Meses después encontré un hombre de unos cuarenta años que leía el tarot y el tabaco. Me habló de la magia de los actos. Me dijo que si uno aprende a hacer lo que le nace del corazón no debe preocuparse. Lo frecuenté para que me enseñara sobre el tabaco. La primera vez que me vio la ceniza me dijo que debía equilibrarme emocionalmente. Me recomendó echarle azúcar al tabaco y decir “amor” por cada exhalación. Después, sin que ninguno de los dos lo esperara, nos distanciamos. 

Seguí fumando tabaco. Una noche soñé que una mujer, muy adulta, vestida de blanco, me echaba agua. Al día siguiente un amigo me dio una tarjetica con el nombre de una bioenergética. Dejé la tarjeta en la mesa de noche. A los días la llamé. Ella era una mujer mayor, de ojos claros y una voz dulce. Creo que es la voz más dulce que he escuchado. Me dijo que me sentara y llevó sus dedos pulgar e índice a mi muñeca. Buscó el pulso. Con los ojos cerrados me dijo que yo era un hombre muy inseguro en el amor. Por eso había buscado en todas mis relaciones el amor de mi madre. De ahí que me gustaban las mujeres mayores y de carácter fuerte. También que yo había elegido nacer en las circunstancias en las que había nacido y por eso debía agradecer la ausencia de mis padres, más que culparlos. Al final me dijo que durante nueve días, en una olla, debía verter un limón y cubrirlo con alcohol. Luego, debía permanecer frente al fuego hasta que se apagara. En ese tiempo era necesario pedir por la purificación de mis relaciones emocionales, sexuales y espirituales tanto de esta vida como de mis vidas pasadas. 

 Cada persona que he encontrado, ahora que lo pienso, me ha llevado hacía dentro, rumbo a la fuente de la sabiduría suprema: el corazón. Puedo decir esto, porque ahora entiendo lo que significa vivir con el dictamen interior. Pues, hace unos dos días escuché por vez primera la voz interna. Estaba en mi casa. Eran las seis de la tarde y miraba la montaña sin pensar en nada específico. De pronto escuché la voz de un anciano. En el tono de su voz había algo de mi voz. Me decía que fuera a la biblioteca. Sacudí la cabeza. Eso fue todo. Confieso que no le hice caso. Me pareció que era superstición y olvidé el asunto. Una mañana me cité con un amigo en la biblioteca municipal. Llegué primero y lo esperé. En la mesa había algunos libros, pero me llamó la atención un cuaderno. Al abrirlo vi algunas anotaciones. Leí una al azar: “La rectitud concuerda con la luz del cielo”. Al intentar leer otras frases el cuaderno resbaló. Lo recogí del suelo y vi que un papelito se había desprendido. Lo desdoblé. Sentí que esas líneas definían mis búsquedas. Metí el papelito en el bolsillo y me senté en otra mesa. Decía lo siguiente: 

“Inocencia: Lo firme llega desde afuera y se convierte en regente en lo interior. Movimiento y fuerza. Lo firme ocupa el centro y encuentra correspondencia. ‘Gran éxito en virtud de la corrección’. Tal es la voluntad del cielo. ‘Si alguien no es recto, tiene desgracia, y no es propicio emprender cosa alguna’. ¿Si se ha acabado la inocencia a dónde querrá llegar uno entonces? Si a uno no lo protege la voluntad del cielo, ¿Podrá entonces hacer alguna cosa?”. 

Esas palabras daban vueltas en la cabeza. No sabía quién las había escrito. Lo único que podía hacer era mirar mis actos. Lo extraño era que no sentía culpa. Si años atrás hubiera realizado el mismo ejercicio no hubiera soportado el remordimiento. Justo en ese momento recibí una llamada. Era de una mujer que me invitaba a su casa para celebrar mis cumpleaños. Acepté e inmediatamente reservé los pasajes. Después pensé, ya con el boleto en el bolsillo, si era conveniente ese viaje. Entraron dudas y decidí consultar el I Ching, el libro de las mutaciones. Anoté la sumatoria de los números que arrojan las monedas y las líneas correspondientes. Salió el hexagrama 25 Wu Wang: “La inocencia”. Hablaba de si uno tiene segundas intenciones no es posible ser tocado por la luz del cielo. En resumen, me respondía que ahora no es tiempo de emprender acción alguna. Me dolió mirar las cosas como son. Pues quería tener alguna oportunidad con esa mujer. Después leí la parte complementaria del libro y encontré el texto que había hallado días antes en la biblioteca.

El miedo a morir es un acontecimiento que nos mueve. No importa la edad ni la religión ni la época, la muerte es un misterio que no desciframos. Es un tema que siempre nos ronda y asusta, sobre todo cuando alguien cercano deja de estar entre nosotros. 

Hemos mal interpretado, así no comprendamos el misterio, el significado de la muerte. La muerte, a mi modo de ver, no es un fin porque morir es solo otro momento. Planteo esta hipótesis porque creo que somos más que un cuerpo que envejece y se descompone. Siento que el cuerpo es como la oruga en la que reposa la mariposa. 

Pero con la muerte creemos que todo se termina porque hemos elegido el fatalismo como salida. Y como somos lo que creemos nos ahogamos en nosotros mismos porque somos nuestros peores enemigos. Nadie nos trata tan mal como nosotros mismos. Por eso, cuando alguien muere, lo primero que sentimos es una especie de arrepentimiento. Pensamos que faltó tiempo para compartir. Lo segundo es que entramos en un estado meditabundo y evaluamos lo que estamos haciendo. Lo tercero es que lloramos la muerte del ser querido con cierto deseo morboso porque nos duele no ser los primeros. Entonces muchos se emborrachan y aprovechan este acontecimiento para sumergirse en un estado deplorable y lastimero. 

Reflexiono alrededor de la muerte porque hace unos días falleció un amigo que quise mucho y que sé, si estuviera con vida, seguiría igual de distante. Me duele que ya no esté, pero la distancia era la naturaleza de nuestra amistad. Por eso, no me siento mal. Estuvimos juntos el tiempo necesario. 

Se llamaba Pablo del Río y era un gran escritor. Algo oscuro y solitario pero con un corazón puro. Su tristeza radicaba en que se sentía fuera de este mundo. Tal vez nunca estuvo. Tal vez ahora esté a donde siempre perteneció. Lo sospecho, no lo sé de cierto, pues ayer soñé con él y me dijo que no me preocupara, que él estaba bien. Acepté esas palabras como quien me dice nos vemos luego. 

No estaré triste, no lo lloraré, no me echaré a la pena por él. Creo que si uno quiere y respeta a alguien en vida hay que seguirlo haciendo en muerte. Pues en el recuerdo su presencia continua. Lo que hice fue sembrar en su nombre un surco de caléndula para que sus heridas cicatricen. 

A mi amigo le deseo un buen viaje. Pues, siento que se fue a un país donde se habla un idioma que no comprendo, pero que algún día aprenderé. Le deseo que la luz del universo lo acompañe donde quiera esté.

Todo aquello que se deja ir es como si llegara de nuevo. Para que se dé el regreso la despedida debe ser desde el corazón. Es decir, cuando se dice adiós es para siempre. No solo de palabra sino de hecho. De esta forma no hay espacio para las palabritas de consolación o los recuerdos nostálgicos. Solo lo que se olvida y queda en esa atmósfera de la indiferencia, como en una especie de neblina, puede verse sin miedo y ataduras. Eso me dijiste hace unos meses e intento vivir como si no te conociera. Por eso, también he decidido viajar a otras tierras. Creo firmemente que la distancia que nos separa es la libertad que nos une.
Tengo una soledad de cuerpo entero 
una de las más feroces 
capaz de estallarme la cabeza. 

Tengo una soledad de 67 kilos 
que se aferra a los huesos 
y desgarra la carne. 

Tengo una soledad de 1,80 metros 
de barbas blancas 
que me asusta en las noches. 

Tengo la soledad del santo 
antes de que sea santo 
es decir, una soledad de tiempo completo 
a término indefinido 
que ni florece ni marchita.

Estaba entre un costal. Aullaba y las fuerzas se agotaban. De pronto  lo movieron y al salir vi a una mujer que me habló con una voz menudita. Caminé con ella hasta una casa de tapia, grande. Ella me dio un plato de sopa de arroz y purina. Comí hasta vomitar tres veces la cantidad ingerida. 

Con los días empecé a explorar el lugar y a disfrutar de los olores que salían de la cocina. Me levantaba en dos patas mientras el estómago se revolvía. 

 Lo más divertido era salir de paseo. Con el collar nada en el mundo me importaba. Incluso cuando otros se me acercaban me dejaba oler sin mover el hocico. Muchos me gruñían porque yo no los olía. Sentían que era superior al no interesarme por averiguar sus edades y posiciones sociales. Por ello, más de uno me dijo que algún día me encontrarían solo. No les hice caso. Pues mi único interés era ella y su olor a menta y tierra húmeda. 

 En la mañana la esperaba en la puerta para saltar y ladrar y morderle los pies. Me gustaba robarle los calcetines y enterrarlos para olerlos y recordarla. Ella se enojaba cuando desaparecían y con un periódico doblado corría tras de mí hasta que se cansaba. A las horas, me acercaba cabizbajo, moviendo la cola y ella volvía a hablarme menudito. Empezaba a saltar, a morderle las manos y pararme en dos patas. 

 En las mañanas ella salía y regresaba en la noche. En el día me quedaba oliendo sus calcetines y aullando. Las horas sin ella eran insoportables. Por eso, una mañana, desesperado, la seguí. Pero a los pocos metros perdí su rastro de menta y tierra húmeda. Lo busqué por todas partes y nada. Aullé. Cuando quise retornar a casa apareció el sabueso y sus compinches. Agaché las orejas y metí la cola entre las patas. Se acercaron y me olieron el rabo. Uno de ellos, el más pequeño, me mordió la pata. Salté y otro me agarró del cuello. De nuevo el más pequeño me mordió la otra pata. Recordé el hambre y el miedo cuando estaba dentro del costal y la voz menudita de ella y como pude giré para zafarme de las mandíbulas que me estaban dejando sin aire. Luego salté en dirección al sabueso. Él no se esperaba ese golpe. Me sujeté a él con todas mis fuerzas. Él saltaba y entre más se movía con más fuerza apretaba mis mandíbulas en su cuello. De pronto el sabueso se quedó quieto y abrí la boca. Los otros se alejaron. El sabueso se incorporó y caminando de lado, se marchó. Intenté moverme pero estaba sin fuerzas. Demoré un rato restablecer la energía. 

En la noche ella a verme gritó y empezó a limpiarme las heridas. Al día siguiente se quedó conmigo. Al recuperarme volví a salir y me encontré que la pandilla del sabueso se había desintegrado. Pero esta vez, al olerme, en vez de gruñirme saltaron sin importarles que no les oliera el rabo. Desde entonces, cuando ella parte, durante el día exploro la montaña en compañía de mis nuevos amigos. 

En la noche, retorno a casa. Echado en una roca alzo el hocico hasta sentir su olor a menta y tierra húmeda. Salto y ladro. Luego me paro en dos patas y la sigo.